Una pecera con peces de colores – Robert Anson Heinlein

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Sobre el horizonte yacía la nube inmóvil que remataba las increíbles trombas marinas conocidas como las Columnas de Hawai.

El capitán Blake inclinó sus binóculos.

–Allí están, caballeros.

En el puente del navío de investigación hidrográfica U.S.S. Mahan, se encontraban, además de los marinos de guardia, dos hombres vestidos de paisano; las palabras del capitán estaban dirigidas a ellos. El más bajito y de más edad de los dos miró ávidamente a través del catalejo que le había pedido prestado al contramaestre.

–No veo nada –se quejó.

–Pruebe con mis prismáticos, doctor –sugirió Blake, entregándole los binóculos.

Jacobson Graves los ajustó a su visión y volvió a concentrar su atención en la lejanía.

–¿Ve usted algo ahora? –inquirió el capitán al cabo de unos minutos.

–Creo que sí –respondió Graves–. Dos rayas verticales oscuras, desde la nube hasta el horizonte.

–Eso es.

El otro paisano, Bill Einsenberg, había cogido el catalejo cuando Graves lo soltó para tomar los prismáticos.

–Yo también las veo –anunció–. El catalejo funciona perfectamente, doctor. Pero no parecen tan grandes como había esperado –admitió.

–Están aún más allá del horizonte –explicó Blake– Usted ve únicamente los segmentos superiores. Pero tienen una longitud de once mil pies desde la línea de agua hasta la nube… si es que continúan formándose.

Graves alzó rápidamente la mirada.

–¿Por qué esa reserva mental? ¿No lo han hecho hasta ahora?

El capitán Blake se encogió de hombros.

–Desde luego. Delante mismo de nuestras narices. Pero no tendrían que estar allí: hace cuatro meses no existían… ¿Cómo puedo saber lo que van a hacer hoy… o mañana?

Graves asintió.

–Comprendo su punto de vista, y estoy de acuerdo con él. ¿Podemos calcular su altura por la distancia a que se encuentran?

–Voy a ver –Blake se asomó a la sala de derrota– ¿Alguna lectura, Archie?

–Un momento, capitán. –El navegante aplicó los labios a un tubo y gritó:– ¡Distancia!

Una voz apagada contestó:

–Distancia ¡…ninguna lectura!

–Algo más de veinte millas –dijo Blake alegremente, dirigiéndose a Graves–. Tendrá que esperar, doctor.

El teniente Mott ordenó al contramaestre que anunciara la hora de la cena. El capitán abandonó el puente, advirtiendo que debían informarle cuando el buque se acercara al límite crítico de tres millas de las Columnas. Graves y Einsenberg le siguieron a regañadientes; apenas disponían, de tiempo para vestirse antes de cenar con el capitán.

Los modales del capitán Blake eran anticuados; no permitía que la conversación afectara a temas serios hasta que servían el café.

–Bueno, caballeros –dijo, mientras encendía un cigarro–. ¿Qué se proponen hacer?

–¿No le ha informado el Departamento de Marina? –inquirió Graves, con una rápida mirada.

–Superficialmente. He recibido una carta, ordenándome que pusiera mi barco y mi mando a su disposición para unas investigaciones relacionadas con las columnas, y un cablegrama diciéndome que embarcarían ustedes esta mañana. Sin más detalles.

Graves miró nerviosamente a Einsenberg, y luego al capitán. Se aclaró la garganta.

–Hum… Nos proponemos, capitán, ascender por la columna Kanaka y descender por la Wahini.

Blake le miró fijamente, empezó a hablar, cambió de idea, y finalmente dijo:

–Doctor, tendrá que perdonarme, no pretendo mostrarme descortés… pero lo que acaba usted de decir es una locura. Un suicidio, ni más ni menos.

–Puede ser un poco peligroso…

–¡Hummph!

–…pero disponemos de los medios para realizarlo si, como creemos, la columna Kanaka suministra el agua que se convierte en la columna Wahini en el viaje de regreso.

Describió el método a grandes rasgos. Entre Einsenberg y él sumaban veinticinco años de experiencia en batisferas, ocho Einsenberg y diecisiete él mismo. Habían traído a bordo del Mahan una batisfera modificada que ahora reposaba en la sentina. Externamente era una batisfera sin anclas de lastre; por dentro se parecía mucho a los complicados toneles utilizados por algunos temerarios exhibicionistas para deslizarse espectacular e inútilmente por encima de las Cataratas de Niágara. Suministraría aire enrarecido pero respirable, durante cuarenta y ocho horas; contenía agua y alimentos concentrados para el mismo período de tiempo; disponía incluso de rudimentarias aunque apropiadas instalaciones higiénicas.

Pero su característica principal era un arnés antichoque, una camisa de fuerza, en la cual un hombre podía colgar suspendido de las paredes por medio de una red de fibras Gideon y muelles de acero. En ella, un hombre podía sobrevivir a los choques más violentos con los huesos y las vísceras intactos.

Blake señaló con el dedo el boceto que Graves había dibujado para ilustrar su descripción.

–¿De veras se proponen intentar el ascenso a las Columnas en eso?

Einsenberg respondió:

–El no, capitán. Yo.

Graves enrojeció.

–Mi maldito médico…

–Y sus colegas –añadió Einsenberg–. La situación es esta, capitán: los ánimos del doctor son inmejorables, pero tiene un corazón desajustado, un par de oídos submarinos y unas arterias en malas condiciones. De modo que el Instituto me ha encargado que no le pierda de vista.

Graves protestó:

–Bill, no sea tan obstinado y atienda a razones. Yo soy un viejo; nunca tendré otra oportunidad como esta.

–Ni hablar –replicó Einsenberg–. Capitán, deseo informarle a usted de que el Instituto me ha concedido plenas atribuciones sobre el material que hemos subido a bordo, precisamente para evitar que este anciano testarudo cometa alguna locura.

–Eso es asunto suyo –dijo Blake–. Yo he recibido instrucciones en el sentido de que debía facilitar las investigaciones del doctor Graves. Suponiendo que uno de ustedes desee suicidarse en ese ataúd de acero, ¿cómo se proponen penetrar en la Columna Kanaka?

–Usted se encargará de ello, capitán. Situará la esfera al pie de la columna ascendente, y volverá a recogerla al pie de la columna descendente.

Blake frunció los labios y luego sacudió lentamente la cabeza.

–No puedo hacer eso.

–¿Eh? ¿Por qué?

–No acercaré mi barco a menos de tres millas de las Columnas. El Mahan es un buque sólido, pero no está construido para navegar a grandes velocidades. No puede recorrer más de doce nudos por hora. En algún lugar dentro de aquel círculo la corriente que alimenta a la columna Kanaka superará los doce nudos. No tengo el menor interés en descubrir dónde, a costa de perder mi barco.

»Últimamente se han perdido un gran número de barcos pesqueros de las islas. No quiero que el Mahan pase a engrosar la lista.

–¿Cree usted que subieron por la columna?

–Sí.

–No tiene usted que arriesgar el barco, capitán –sugirió Bill Einsenberg–. Puede soltar la esfera desde la lancha a motor.

Blake sacudió la cabeza.

–Ni pensarlo –dijo secamente–. Aunque las lanchas estuvieran construidas para esa tarea, que no lo están, no pondría en peligro a uno solo de mis hombres. Esto no es la guerra.

–Me estaba preguntando… –dijo Graves en voz baja.

–¿Qué?

Einsenberg dejó oír una risita.

–El doctor tiene la romántica idea de que todos los fenómenos raros que se han producido durante estos últimos cinco años deben ser atribuidos a una sola y siniestra causa: desde las Columnas hasta las bolas de fuego de LaGrange.

–¿Las bolas de fuego de LaGrange? ¿Qué relación pueden tener con las columnas? No son más que electricidad estática. Lo sé; las he visto.

Los dos científicos se volvieron simultáneamente hacia el capitán, con una nueva atención.

–¿De veras? ¿Dónde?

–Mientras jugaba al golf, en Hilo, el pasado mes de marzo. Yo estaba…

–¡Aquel caso! ¡Fue uno de los casos de desaparición!

–Sí, desde luego. Es lo que trataba de decirles. Yo estaba cerca del agujero número trece, cuando se me ocurrió levantar la mirada…

Un día tranquilo y despejado. Barómetro normal, brisa ligera. Nada que sugiriese perturbaciones atmosféricas, ausencia de manchas solares, sin interferencias en la radio. De pronto, media docena, o más, de gigantescas bolas de fuego flotaron a través del campo de golf en una especie de despliegue en guerrilla, formando una línea que algunos observadores describieron como matemáticamente simétrica: una afirmación negada por otros.

Una turista que jugaba al golf, profirió un grito y echó a correr. La bola más próxima a ella abandonó su lugar en la línea y se puso a danzar detrás de la mujer. Nadie parecía estar seguro de que la bola la hubiese tocado –el mismo Blake no podía decirlo, aunque había sido testigo presencial–, pero cuando la bola hubo pasado, la mujer yacía sobre la hierba, muerta.

Un médico local que tenía fama de extravagante insistió en que había encontrado pruebas de coagulación y de electrolisis en el cadáver, pero el jurado que se nombró para el caso siguió el consejo del forense y atribuyó la muerte a un fallo cardíaco, un veredicto calurosamente aprobado por la cámara local de comercio y la oficina de turismo.

El hombre que desapareció no trató de correr; su destino fue a su encuentro. Era un caddie, un mestizo japonés–kanaka, sin parientes conocidos, un hecho que pudo haber dejado su nombre fuera del caso, de no mediar la curiosidad de un reportero entrometido.

–Estaba de pie sobre el césped, a menos de veinticinco metros de distancia del lugar donde yo me encontraba, una especie de depresión llena de arena –contó Blake–, cuando las bolas de fuego se acercaron. Quedé situado entre dos de ellas. Noté que me ardía la piel, se me erizaron los cabellos y percibí un intenso olor a ozono. Permanecí inmóvil…

–Eso le salvó –dijo Graves.

–Tonterías –dijo Einsenberg–. Lo que le salvó fue pisar arena seca.

 

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