El Tabú De La Virginidad

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Pocos detalles de la vida sexual de los pueblos primitivos nos provocan un sentimiento de
extrañeza tan grande como su posición frente a la virginidad, la doncellez de la mujer. Es
que la estima por la virginidad nos parece cosa tan establecida y natural en el varón
cortejante que a punto estamos de sumirnos en desconcierto cuando se nos pide
fundamentar ese juicio. La exigencia de que la novia no traiga al matrimonio el recuerdo
del comercio sexual con otro hombre no es más que la aplicación consecuente del derecho
de propiedad exclusiva sobre una mujer; es la esencia de la monogamia: la extensión de
ese monopolio hacia el pasado.

Pero desde nuestras opiniones sobre la vida amorosa de la mujer no nos resulta difícil
justificar lo que al comienzo pareció un prejuicio. El primero que satisface la añoranza de
amor -larga y penosamente contenida- de la doncella, superando así las resistencias que los
influjos del medio y de la educación le habían erigido, es tomado por ella en una relación
duradera cuya posibilidad ya ningún otro tiene. Sobre la base de esta vivencia se establece
en la mujer un estado de servidumbre que garantiza su ulterior posesión sin sobresaltos y la
vuelve capaz de resistir a nuevas impresiones y tentaciones provenientes de extraños.
La expresión «servidumbre sexual» fue escogida por Von Krafft-Ebing (1892) para
designar el hecho de que una persona pueda adquirir respecto de otra con quien mantiene
comercio sexual un grado insólitamente alto de dependencia y heteronomía. En ocasiones
esa servidumbre puede Regar muy lejos, hasta la pérdida de toda voluntad autónoma y la
admisión de los mayores sacrificios del propio interés; empero, el mencionado autor no ha
dejado de puntualizar que cierta medida de esa dependencia «resulta enteramente necesaria
si es que el vínculo ha de tener alguna permanencia». De hecho, esa medida de
servidumbre sexual es indispensable para mantener el matrimonio cultural y poner diques a
las tendencias polígamas que lo amenazan; en nuestra comunidad social se cuenta con este
factor.

Un «grado inusual de enamoramiento y debilidad del carácter» en una de las partes y un
egoísmo irrestricto en la otra: he ahí la conjunción de la que Von Krafft-Ebinp deriva la
génesis de la servidumbre sexual. Ahora bien, ciertas experiencias analíticas no permiten

conformarse con ese intento de explicación simple. Más bien uno puede discernir que la
magnitud de la resistencia sexual superada es el factor decisivo, unida al hecho de que esa
superación posee un carácter concentrado y único. En consonancia con ello, la servidumbre
es incomparablemente más frecuente e intensa en la mujer que en el varón, aunque en este
último es más común en nuestro tiempo que en la antigüedad. Toda vez que hemos podido
estudiar la servidumbre sexual en varones, era el resultado de la superación de. una
impotencia psíquica por obra de una mujer determinada a quien el hombre en cuestión
permanecía ligado desde entonces. (ver nota) Muchos matrimonios llamativos y no pocos
destinos trágicos -hasta de graves consecuencias- parecen hallar su esclarecimiento en ese
origen.

Si ahora pasamos a considerar la conducta de los pueblos primitivos, no la describiríamos
correctamente enunciando que no atribuyen valor alguno a la virginidad y aduciendo como
prueba que hacen consumar la desfloración de la joven fuera del matrimonio y antes del
primer comercio conyugal. Parece, al contrario, que también para ellos la desfloración es
un acto sustantivo, pero se les ha vuelto asunto de un tabú, de una prohibición que
debemos llamar religiosa. En vez de reservarla para el novio y posterior marido de la
muchacha, la costumbre exige que este evite esa operación. (ver nota)
No está dentro de mis propósitos recopilar de manera exhaustiva los testimonios
bibliográficos de la existencia de esta prohibición normativa; tampoco estudiar su
dispersión geográfica ni pesquisar todas las formas en que se exterioriza. Me limito
entonces a comprobar que tal perforación del himen fuera del ulterior matrimonio es algo
muy difundido entre los pueblos primitivos hoy vivientes. Así, expresa Crawley: «This
marriage ceremony consists in perforation of the hymen by some appointed person other
than the husband; it is most common in the lowest stages of culture, especially in
Australia». (ver nota)
Ahora bien, si la desfloración no ha de resultar del primer comercio conyugal,. es preciso
que sea realizada con anterioridad de alguna manera y por parte de alguien determinado.
Citaré algunos pasajes del ya mencionado libro de Crawley, que nos informan sobre este
punto pero dan lugar también a algunas puntualizaciones críticas.
«Entre los dieri y algunos pueblos vecinos (en Australia) es costumbre universal destruir el
himen cuando la joven ha alcanzado la pubertad». (ver nota) «En las tribus Portland y
Glenelg se lo hace a la novia una mujer vieja; y a veces son requeridos hombres blancos
para desflorar muchachas». (ver nota)
«La ruptura artificial del himen se produce a veces en la infancia, pero comúnmente en la
pubertad. ( . . . ) – A.- menudo se combina, como en Australia, con un acto ceremonial de
cópula». (ver nota)
(Spencer y Gillen [1899] refieren, acerca de tribus australianas en que rigen las bien
conocidas limitaciones del matrimonio exogámico:) «El himen es perforado
artificialmente, y luego los hombres encargados de esa operación tienen acceso (nótese: un
acceso ceremonial) a la muchacha en un orden establecido. ( . . . ) El acto consta de dos
partes, la perforación y la cópula». (ver nota)
«Entre los masaj (del Africa ecuatorial), esta operación es uno de los importantes
preparativos para el matrimonio». (ver nota) «Entre los sakai (Malasia), los batta (Sumatra)
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y los alfóer de las islas Célebes, la desfloración es ejecutada por el padre de la novia». (ver
nota) «En las Filipinas había ciertos hombres cuya profesión era desflorar novias en caso
de que el himen no hubiera sido destruido ya en la niñez por una mujer vieja encargada de
ello». (ver nota) «En algunas tribus esquimales, la desfloración de la novia se confiaba al
angekok o sacerdote». (ver nota)
Las puntualizaciones críticas que anuncié se refieren a dos puntos. Es de lamentar, en
primer término, que en esas noticias no se distinga con más cuidado entre la mera
destrucción del himen sin coito y el coito destinado a lograr esa ruptura. Sólo en un pasaje
se nos dice de manera expresa que el proceso se descompone en dos actos: la desfloración
(manual o instrumental) y el acto sexual. El material de Ploss y Bartels [1891], tan rico en
otros aspectos, es inutilizable para nuestros fines porque lo expone de tal modo que el
resultado anatómico del acto de la desfloración no deja sitio alguno a su significatividad
psicológica. En segundo lugar, nos gustaría mucho saber en qué se diferencia en tales
oportunidades el coito «ceremonial» (puramente formal, solemne, oficial) del comercio
sexual regular. Los autores a que tuve acceso o eran demasiado vergonzosos para hablar de
ello o también subestimaron el significado psicológico de tales detalles sexuales. Tenemos
la esperanza de que el informe original de los viajeros y misioneros sea más preciso e
inequívoco, pero no puedo enunciar nada seguro sobre esto dada la actual inaccesibilidad
de esa bibliografía, extranjera en su mayor parte. (ver nota) Es verdad que en cuanto a este
segundo punto uno puede situarse por encima de la duda reflexionando en que un
seudocoito ceremonial no sería más que el sustituto y acaso el relevo de uno plenamente
consumado en épocas anteriores. (ver nota)
Para explicar este tabú de la virginidad es posible aducir factores de diversa índole, que
paso a examinar en rápida exposición. En la desfloración de la muchacha por regla general
se derrama sangre; por eso el primer intento de explicación invoca el horror de los
primitivos a la sangre, pues la consideran el asiento de la vida. Múltiples preceptos, que
nada tienen que ver con la sexualidad, demuestran la existencia de este tabú de la sangre;
es evidente que mantiene estrecha relación con la prohibición de matar y constituye una
defensa erigida contra la originaria sed de sangre del hombre primordial, su placer de
matar. Esta concepción articula el tabú de la virginidad con el tabú de la menstruación,
observado casi sin excepciones. El primitivo no puede mantener exento de
representaciones sádicas el enigmático fenómeno del flujo mensual catamenial. Interpreta
la menstruación, sobre todo a la primera, como la mordedura de un animal mitológico,
acaso como signo de comercio sexual con ese espíritu. Alguno de los informes permite
discernir en este espíritu el de un antepasado, y así comprendemos, apuntalándonos en
otras intelecciones, que la muchacha menstruante sea tabú como propiedad de ese espíritu
ancestral.
Pero desde otro ángulo se nos advierte que no hemos de sobrestimar el influjo de un factor
como el horror a la sangre. Es que este no ha podido sofocar costumbres como la
circuncisión de los muchachos y los ritos todavía más crueles a que son sometidas las niñas
(excisión del clítoris y de los labios menores), costumbres vigentes en parte entre aquellos
mismos pueblos; y tampoco ha hecho caducar otros ceremoniales en los que se derrama
sangre. No sería entonces asombroso que ese horror se superara en favor del marido para la
primera cohabitación.
Una segunda explicación prescinde igualmente de lo sexual, pero tiene una proyección
mucho más universal. Indica que el primitivo es presa de un apronte angustiado que lo
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acecha de continuo, tal y como lo aseveramos nosotros, en nuestra doctrina psicoanalítica
de las neurosis, respecto de los aquejados de neurosis de angustia. Ese apronte angustiado
se mostrará con la mayor intensidad en todas las situaciones que se desvíen de algún modo
de lo habitual, que conlleven algo nuevo, inesperado, no comprendido, ominoso
{unheimfich}. De ahí también el ceremonial, continuado ampliamente en las posteriores
religiones, que se enlaza con el comienzo de cada nueva empresa, el inicio de un período
de tiempo, las primicias del ser humano, de los animales y los cultivos. Los peligros que el
angustiado cree cernirse sobre él nunca se le pintan tan grandes como en el inicio de la
situación peligrosa, y por cierto es ese el único momento en que resulta adecuado al fin
protegerse de ellos. No hay duda alguna de que el primer comercio sexual en el
matrimonio posee, por su significación, títulos para ser introducido con estas medidas
precautorias. Ambos intentos de explicación, el del horror a la sangre y el de la angustia
ante las primicias, no se contradicen entre sí; antes bien, se refuerzan. El primer comercio
sexual es por cierto un acto sospechoso, tanto más cuanto que en él por fuerza mana
sangre.
Una tercera explicación -es la preferida por Crawley- destaca que el tabú de la virginidad
pertenece a una vasta trama en la que se incluye la vida sexual entera. No sólo el primer
coito con la mujer es tabú; lo es el comercio sexual como tal. Casi podría decirse que la
mujer es en un todo tabú. Y no lo es sólo en las situaciones particulares que derivan de su
vida sexual -la menstruación, el embarazo, el parto, el puerperio-, sino que aun fuera de
ellas el trato con la mujer está sometido a limitaciones tan serias y profusas que tenemos
todas las razones para poner en duda la supuesta libertad sexual de los salvajes. Es cierto
que en determinadas ocasiones la sexualidad de los primitivos sobrepasa toda inhibición;
pero en las situaciones ordinarias parece más coartada por prohibiciones que en los
estadios más elevados de la cultura. Tan pronto el varón debe emprender algo especial -un
viaje, una expedición de caza, una incursión guerrera- debe mantenerse apartado de la
mujer, y sobre todo del comercio sexual con ella; de otro modo su fuerza quedaría
paralizada y se atraería el fracaso. También en las costumbres de la vida cotidiana hay una
inequívoca tendencia a la separación de los sexos. Las mujeres conviven con mujeres, y los
hombres con hombres; son numerosas las tribus primitivas en las que apenas si existe una
vida familiar tal como hoy la entendemos. A veces la división llega tan lejos que los
miembros de un sexo no tienen permitido pronunciar los nombres personales de los
miembros del otro, y las mujeres desarrollan un lenguaje con un léxico propio. Es cierto
que la necesidad sexual irrumpe de continuo a través de esas barreras, pero en muchas
tribus hasta las citas de los esposos tienen que producirse fuera de la casa y en secreto.
Toda vez que el primitivo ha erigido un tabú es porque teme un peligro, y no puede
negarse que en todos esos preceptos de evitación se exterioriza un horror básico a la mujer.
Acaso se funde en que ella es diferente del varón, parece eternamente incomprensible y
misteriosa, ajena y por eso hostil. El varón teme ser debilitado por la mujer, contagiarse de
su feminidad y mostrarse luego incompetente. Acaso el efecto adormecedor del coito,
resolutorio de tensiones, sea arquetípico respecto de tales temores, y la percepción de la
influencia que la mujer consigue sobre el hombre mediante el comercio sexual, la elevada
consideración que así obtiene, quizás explique la difusión de esa angustia. Nada de esto ha
caducado, sino que perdura entre nosotros.
Muchos observadores de los primitivos actuales han juzgado que su pujar amoroso es
relativamente más débil y nunca alcanza las intensidades que estamos habituados a
encontrar en la humanidad culta. Otros han contradicho esa apreciación, pero en todo caso
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